Biografía de San Juan de Capistrano – 23 de octubre

Gran soldado de Cristo que fue un gran predicador por más de 40 años y también fue quien guió al ejercito Católico en la defensa contra los turcos otomanos.

Historia de San Juan de Capistrano

Nació en el año 1386 en un pueblo llamado Capistrano que se encuentra en la región montañosa de Italia. Fue un estudiante muy entregado a sus deberes y llegó a ser abogado, juez y gobernador de Perugia. Durante una guerra contra otra ciudad fue tomado como prisionero y en la cárcel se puso a meditar y se dio cuenta de que, en vez de dedicarse a conseguir dinero, honores y dignidades en el mundo, era mejor dedicarse a conseguir la santidad y la salvación en una comunidad de religiosos por lo que decidió convertirse en franciscano, comunidad donde fue aceptado posteriormente.

Inicios en la Comunidad Franciscana

Como era muy vanidoso y le gustaba mucho ser el centro de atención y miradas, dispuso vencer su orgullo recorriendo la ciudad cabalgando en un pobre burro, pero montado mirando hacia atrás y con un sombrero de papel en el cual había escrito en grandes letras: «Soy un miserable pecador«. La gente le silbó y le lanzaron piedras y basura. Así llegó hasta el convento de los franciscanos a pedir que lo recibieran de religioso.

El Padre maestro de novicios dispuso ponerle pruebas muy duras para ver si en verdad este hombre de 30 años era capaz de ser religioso humilde y sacrificado. Lo humillaba sin compasión y lo dedicaba a los oficios más humillantes, cansados y humildes, pero Juan en vez de disgustarse le conservó una profunda gratitud por estos tratos toda la vida, ya que gracias a ello pudo formar un verdadero carácter y lo preparó para enfrentarse valientemente a las dificultades de la vida. Él recordaba muy bien aquellas palabras de Jesús: «Si el grano de trigo no cae en tierra y no muere, se queda sin producir fruto, pero si muere producirá mucho fruto»(Jn. 12,24).

Un Gran Predicador en Europa

Cuando tenía 33 años, fue ordenado de sacerdote. Durante 40 años recorrió toda Europa predicando con enormes éxitos espirituales. Tuvo por maestro de predicación y por guía espiritual a San Bernardino de Siena y formando grupos de seis y ocho religiosos se distribuyeron primero por toda Italia, y después por los demás países de Europa predicando la conversión y la penitencia.

Juan pasaba predicando en campos y plazas, ya que las iglesias eran muy pequeñas para la cantidad de personas que se acercaban a escucharle.

Su presencia de predicador era impresionante. Era muy delgado, pálido, penitente, con voz sonora y penetrante, un semblante luminoso y unos ojos brillantes que parecían que traspasaban el alma, conmovía hasta a los más indiferentes. La gente lo llamaba»El padre piadoso» o «el santo predicador». Vibraba en la predicación de las verdades eternas. La gente al verlo y oírlo recordaba la figura austera de San Juan Bautista predicando conversión en las orillas del río Jordán. Y les repetía las palabras del Bautista: «Raza de víboras: tienen que producir frutos de conversión. Porque ya está el hacha de la justicia divina junto a la vida de cada uno, y árbol que no produce frutos de obras buenas será cortado y echado al fuego» (Lc. 3,7).

Un Gran Conversor de Pecadores

Era impresionante la cantidad de personas que lo buscaban para confesarse, prometiendo cambiar de vida y comenzaban a llorar de arrepentimiento. Las personas traían sus objetos e superstición y los libros de brujería y otros juegos y los quemaban públicamente en hogueras en la mitad de las plazas.

Muchos jóvenes al oírlo predicar se proponían convertirse en religiosos. En Alemania consiguió 120 jóvenes para las comunidades religiosas y en Polonia 130.

Sus sermones duraban de dos a tres horas, pero a los oyentes se les pasaba el tiempo sin darse cuenta. Atacaba sin miedo a los vicios y malas costumbres, por lo que luego de que muchas personas lo escuchaban, dejaban sus malas costumbres y vicios.

Después de predicar se iba a visitar enfermos, y con sus oraciones y su bendición sacerdotal obtenía innumerables curaciones.

Juan convertía pecadores no sólo por su predicación tan elocuente y fuerte, sino por su gran espíritu de penitencia ya que dormía pocas horas cada noche. También se vestía muy pobremente. Comía muy poco, y siempre alimentos sencillos y nunca comidas finas ni especiales. Una artritis muy dolorosa lo hacía cojear y dolores muy fuertes de estómago lo hacían retorcerse, pero eso no fue motivo para que dejara de estar alegre y jovial. En su cuerpo era débil, pero en su espíritu era un gigante.

Después de muerto reunieron los apuntes de los estudios que hizo para preparar sus sermones y suman 17 volúmenes.

Un Gran Reformador de los Franciscanos

La Comunidad Franciscana lo eligió por dos veces como Vicario General y aprovechó este elevado cargo para tratar de reformar la vida religiosa de los franciscanos, llegando a conseguir que en toda Europa esta Orden religiosa llegara a tener un gran fervor.

Muchos se les oponían a sus ideas de reformar y de volver más fervorosos a los religiosos. Y lo que más lo hacía sufrir era que la oposición venía de sus mismos colegas en el apostolado. Se cumplía en él lo que dice el Salmo: «Aquél que comía conmigo el pan en la misma mesa, se ha declarado en contra de mí«. Pero esas incomprensiones le sirvieron para no dedicarse a buscar las alabanzas de las gentes, sino las felicitaciones de Dios. Él repetía la frase de San Pablo: «Si lo que busco es agradar a la gente, ya no seré siervo de Cristo«.

Juan tenía unas dotes nada comunes para la diplomacia. Era sabio, era prudente, y medía muy bien sus juicios y sus palabras. Había sido juez y gobernador y sabía tratar muy bien a las personas. Por eso cuatro Pontífices (Martín V, Eugenio IV, Nicolás V y Calixto III) lo emplearon como embajador en muchas y muy delicadas misiones diplomáticas y con muy buenos resultados. Tres veces le ofrecieron los Sumos Pontífices nombrarlo obispo de importantes ciudades, pero prefirió seguir siendo humilde predicador, pobre y sin títulos honoríficos.

40 años llevaba Juan predicando de ciudad en ciudad y de nación en nación, con enormes frutos espirituales, cuando a la edad de 70 años lo llamó Dios a que le colaborara en la liberación de sus católicos en Hungría.

Caída de Constantinopla

En el año 1453 los turcos musulmanes se habían apoderado de Constantinopla, y se propusieron invadir a Europa para acabar con el cristianismo, por lo que se dirigieron a Hungría.

Las noticias que llegaban de Serbia, nación invadida por los turcos, eran impresionantes. Crueldades salvajes contra los que no quisieran renegar de la fe en Cristo, y destrucción de todo lo que fuera cristiano católico.

Entonces Juan se fue a Hungría y recorrió toda la nación predicando al pueblo, incitándolo a salir entusiasta en defensa de su santa religión. Las multitudes respondieron a su llamado, y pronto se formó un buen ejército de creyentes.

Los musulmanes llegaron cerca de Belgrado con 200 cañones, una gran flota de barcos de guerra por el río Danubio, y 50,000 jenízaros a caballo, extremadamente armados. Los jefes católicos pensaron en retirarse porque eran muy inferiores en número. Pero fue aquí cuando intervino Juan de Capistrano.

Un Verdadero Soldado de Cristo

El gran misionero salvó a la ciudad de Bucarest de tres modos. El primero, convenciendo al jefe católico Hunyades a que atacara la flota turca que era mucho más numerosa. Atacaron y salieron vencedores los católicos. El segundo, fue cuando ya los católicos estaban dispuestos a abandonar la fortaleza de la ciudad y salir huyendo. Entonces Juan se dedicó a animarlos, llevando en sus manos una bandera con una cruz y gritando sin cesar: Jesús, Jesús, Jesús. Los combatientes cristianos se llenaron de valor y resistieron heroicamente.

El tercer modo, fue cuando ya Hunyades y sus generales estaban dispuestos a abandonar la ciudad, juzgando la situación insostenible, ante la tremenda desproporción entre las fuerzas católicas y las enemigas, Juan recorrió todos los batallones gritando entusiasmado: «Creyentes valientes, todos a defender nuestra santa religión«. Entonces los católicos dieron el asalto final y derrotaron totalmente a los enemigos que tuvieron que abandonar aquella región.

Jamás empleó armas materiales. Sus armas eran la oración, la penitencia y la fuerza irresistible de su predicación.

Las personas decían que aquellos cuarteles de guerreros más parecían casas de religiosos que campamentos militares, porque allí se rezaba y se vivía una vida llena de virtudes. Todos los capellanes celebraban cada día la santa misa y predicaban. Muchísimos soldados se confesaban y comulgaban. Los militares repetían en sus batallones: «Tenemos un capellán santo. Hay que portarse de manera digna de este gran sacerdote que nos dirige. Si nos portamos mal no vamos a conseguir victorias sino derrotas«. Los oficiales afirmaban: «Este padrecito tiene más autoridad sobre nuestros soldados, que el mismo jefe de la nación».

Mientras los católicos luchaban con las armas en Hungría, el Sumo Pontífice hacía rezar en todo el mundo el Angelus o tres Avemarías diarias, por los guerreros católicos y la Santísima Virgen consiguió de su Hijo una gran victoria. En Budapest le levantaron una gran estatua a San Juan de Capistrano, porque salvó la ciudad de caer en manos de los más crueles enemigos de nuestra santa religión.

Fallecimiento de San Juan de Capistrano

Y sucedió que la cantidad de muertos en aquella descomunal batalla fue tan grande, que los cadáveres dispersados por los campos llenaron el aire de putrefacción y se desató una furiosa epidemia de tifo. San Juan de Capistrano había ofrecido a Dios su vida con tal de conseguir la victoria contra los enemigos del catolicismo, y Dios le aceptó su oferta. El santo se contagió de tifo, y como estaba tan débil a causa de tantos trabajos y de tantas penitencias, murió el 23 de octubre del año 1456.

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