Biografía de San Espiridión de Tremitunte – 14 de diciembre
Gran obispo de los primeros siglos del cristianismo y que defendió la fe ortodoxa ante los herejes.
Historia de San Espiridión de Tremitunte
San Espiridión, venerado obispo y confesor de Cristo, vio la luz en Asquia, Chipre durante la segunda mitad del siglo III alrededor del año 270, fruto de padres devotos. Inició su vida en las montañas como pastor del ganado paterno, inmerso en la simplicidad e inocencia que caracterizaban su juventud. Su fama de santo pastor trascendió en toda la isla y lo llevó a convertirse en uno de los confesores perseguidos por Maximino, un ferviente opositor de los cristianos. Por su fe, Espiridión fue sometido a atroces torturas: le extrajeron el ojo derecho, cortaron el nervio y desjarretaron su pierna izquierda. Posteriormente, lo condenaron al trabajo en las minas.
Este valiente confesor se regocijó por sufrir en nombre de Jesús y perseveró en su destierro y agotadoras labores hasta que, con la muerte del perseguidor, pudo regresar a Chipre durante la época de paz que trajo el reinado de Constantino.
Reincorporándose a su labor como pastor, Espiridión irradió aún más pureza de santidad y edificación tras su confesión. El destino tenía preparada otra senda para él: tras el fallecimiento del obispo de Tremitunte, la aclamación popular y eclesiástica designó a Espiridión como su sucesor. Aunque el humilde pastor resistió inicialmente, fue consagrado obispo tras recibir las sagradas órdenes.
Defensor de la Fé Católica
Su relevancia trascendió las fronteras de Chipre, llevándolo al Concilio de Nicea, donde participó en la condena de Arrio junto a otros trescientos dieciocho prelados. Incluso, la fama de este encuentro llegó a oídos de filósofos gentiles, entre ellos un hábil disputador. Espiridión, con claridad y sencillez, expuso la esencia de la fe cristiana sobre la Trinidad y la redención, dejando perplejo al filósofo, quien finalmente se convirtió al cristianismo.
La vida de Espiridión continuó su curso en el Concilio Sardicense, donde defendió la fe católica frente a los arrianos. Luego de transitar la senda de la peregrinación, caracterizada por virtudes y la realización de milagros, el bienaventurado Espíritu entregó su alma al Señor, quien lo había creado para la gloria divina. Su legado perdura como un faro de fe y valentía en la historia de la cristiandad.
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