Biografía de San Edmundo Arrowsmith – 28 de agosto
San Edmundo Arrowsmith, también conocido como San Edmundo de Arrowsmith, fue un sacerdote y mártir inglés que vivió durante un período de intensa persecución religiosa en Inglaterra. Su vida y muerte están marcadas por su firmeza en la fe católica durante tiempos de hostilidad hacia los seguidores de esta religión.
Historia de San Edmundo Arrowsmith
Edmundo Arrowsmith nació en 1585 en Haydock, Lancashire en el seno de una familia católica devota, y desde joven sintió una vocación religiosa, por lo que ingreso a la Compañía de Jesús. En 1605, ingresó en el seminario inglés en Douai, Francia, para prepararse para el sacerdocio en secreto, ya que el catolicismo estaba prohibido en Inglaterra en ese momento. Después de ser ordenado sacerdote en 1612, regresó a su país natal para servir a la comunidad católica clandestina.
Sacerdote a Escondidas del Gobierno
Durante más de una década, el Padre Edmundo ejerció su ministerio en condiciones peligrosas y difíciles. Viajaba de manera encubierta para celebrar misas y administrar los sacramentos a los fieles católicos que vivían bajo el riesgo constante de ser descubiertos por las autoridades protestantes. Su dedicación y coraje en la propagación de la fe le valieron el respeto y la admiración de su comunidad.
Sin embargo, en 1628, Edmundo Arrowsmith fue arrestado mientras celebraba la Misa en la casa de una familia católica en Cheshire. Fue detenido y acusado de ser sacerdote católico, un acto considerado ilegal bajo las leyes británicas de ese tiempo. A pesar de las amenazas y torturas a las que fue sometido, el sacerdote se negó a renunciar a su fe y a revelar la identidad de otros católicos.
Juicio y Sentencia de San Edmundo
Después de su juicio, Edmundo Arrowsmith fue condenado a muerte. El 28 de agosto de 1628, fue ejecutado en Lancaster, siendo colgado, arrastrado y descuartizado. Su martirio dejó una impresión duradera en la comunidad católica inglesa y se convirtió en un símbolo de resistencia y valentía en tiempos de persecución religiosa. Todo lo relacionado al juicio y a la ejecución fue una muy diferente comparado con la de otros mártires, ya que las personas de la localidad no querían ser participes de tal atrocidad, incluyendo a muchos delincuentes.
El juez luego del juicio dijo lo siguiente a Edmundo.
«Ud. irá, desde aquí, a la cárcel de donde vino. Desde ahí Ud. será conducido al sitio de la ejecución, en una rastra de cañas. Allí será colgado por el cuello hasta que esté medio muerto. Sus miembros serán cortados ante sus ojos y echados al fuego, donde también serán quemadas sus entrañas. Su cabeza será cortada y colocada en una estaca. Su cuerpo será dividido en cuatro partes y cada cuarto quedará expuesto en cada una de las esquinas del castillo. Y Dios tenga piedad de usted».
Edmundo, lejos de conmoverse o sentir miedo por la atroz injusticia de la sentencia, inclina la cabeza. Reza un momento, adorando a Dios, y pide con toda el alma la bendición del Señor. Después de la oración, Edmundo muestra una cara alegre y en voz alta dice: «Deo gratias».
Castigos Injustos hacia el Santo
En espera de ejecutar la sentencia, el Juez quiso hacerlo sufrir más, por lo que pide que se le realicen algunas torturas extras, el carcelero recibe, de él, órdenes especiales.
Edmundo debe permanecer encadenado. Además, el Juez exige que el prisionero quede en un calabozo sin luz. Cuando el carcelero indica que un lugar así no existe en la prisión, el magistrado ordena que Edmundo sea colocado en el peor sitio disponible.
Después de ser encadenado, Edmundo recita, con una voz bastante fuerte, el salmo Miserere, ofreciéndose a Dios y rogando ser recibido en el número de los elegidos. Fue confinado en un pequeño lugar y de muy poca luz. Edmundo no tenía ni donde recostare. Solamente puede sentarse en un pequeño piso que el carcelero tiene la amabilidad de entregarle, porque lo ve muy débil.
La Molestia de las Personas del Pueblo y los Delincuentes
La noticia de la condenación conmueve a todos los compañeros de prisión, entre los cuales hay muchos delincuentes. Reprueban la crueldad del Juez, convencidos de la inocencia de Edmundo. Este es vigilado día y noche por tres o cuatro hombres. A nadie le está permitido tener acceso a él, según las órdenes de Juez.
Ninguna persona quería ser el verdugo que le quitara la vida al santo.
Un carnicero obliga a su ayudante a reemplazarlo por cinco libras esterlinas. El sirviente, cuando conoce el contrato que ha hecho su patrón, huye y no se sabe más de él. Ningún prisionero de la cárcel quiere salvar la propia vida a cambio de ese acto injusto.
Finalmente, un prisionero que ya tenía pena de muerte, se ofrece para ejecutar la sentencia, por cuarenta chelines, la ropa del prisionero y su propia libertad. Este es rechazado por la buena gente de Lancaster, de tal manera que nadie presta a ese verdugo el hacha que necesita.
Es necesario anotar que este pobre hombre, después de ejecutar la sentencia, fue llevado nuevamente a la cárcel, a pesar de que se le había prometido la libertad. Allí los prisioneros quisieron cobrar venganza contra él. Tuvo que ser protegido de una manera muy especial. Algún tiempo después, fue dejado en libertad con las ropas del santo mártir.
Llega el Día de la Muerte
El día jueves 28 de agosto, se comunicó a Edmundo que debía morir dentro de cuatro horas.
Edmundo recibe la noticia con mucha calma y solamente dice: «Suplico a mi Redentor que me haga digno«. El Juez desea, entonces, frustrar al pueblo, que podría edificarse con la vista del martirio. Propone ejecutar a Edmundo en las primeras horas de la mañana. Pero se atrasan las cosas necesarias para la ejecución. Entonces el Juez decide que se haga a la hora del almuerzo, con la esperanza de que la gente esté en sus casas.
La curiosidad del pueblo, o la confianza que tienen los católicos en su virtud, o tal vez la esperanza de los protestantes de verlo vacilar, hacen que una inmensa multitud se presente en el lugar de la ejecución.
En la plaza de Lancaster hay gente de toda edad, sexo o religión, a la espera de ver el sufrimiento del santo sacerdote.
Cuando el Padre Edmundo Arrowsmith es conducido a través del patio de la prisión, el venerable y digno sacerdote John Southworth lo acompaña desde la ventana de su celda. También él ha sido condenado, por su sacerdocio, y espera la ejecución. John fue canonizado el mismo día que Edmundo.
Edmundo lo divisa, le hace señas, con el gesto acordado para pedir la absolución. El Padre John Southworth lo absuelve frente a todo el pueblo, y Edmundo se siente feliz. Un joven católico que es testigo no puede contenerse. Se abre paso, abraza fuertemente a Edmundo y besa sus manos con verdadera devoción. El capitán da orden de separar a aquel joven del mártir.
Comienza El Martirio de San Edmundo
Edmundo es entonces atado en la rastra de cañas, con la cabeza dirigida a la cola de los caballos como signo de mayor afrenta.
Es arrastrado a través de las calles hacia el patíbulo ubicado a medio kilómetro de la cárcel. A ninguno de sus conocidos se les permite acercarse. Todos son mantenidos alejados por los hombres del capitán y sus lanceros.
El verdugo va delante de los caballos y la rastra, con un estandarte negro en la mano; mientras que Edmundo, atado, tiene dos papeles en los que, con el título de «Las dos llaves que abren el cielo«, ha escrito un acto de amor a Dios y otro de contrición. Hasta en el camino hacia la muerte desea predicar la fe.
Intento de Persuación
Cuando llegan al lugar de la ejecución, Mr. Leigh, el clérigo cojo y también juez de paz, le muestra a Arrowsmith el caldero hirviente y el enorme fuego, y le dice:
«Mira lo que se ha preparado para tu muerte. ¿Te resignarás a ella, o te dejarás llevar por la misericordia del rey?
Edmundo sonriendo y le contesta: «Buen señor, no se moleste en tentarme. La misericordia que yo espero está en el cielo por la pasión y la muerte de Jesucristo. Yo humildemente a Él le suplico me haga digno de esta muerte«.
Durante 15 minutos el santo se mantuvo en oración.
«Yo, con libertad y aceptación, te ofrezco, dulce Jesús, mi muerte en satisfacción de mis ofensas. Deseo que esta pobre sangre mía sea un sacrificio por mis pecados» decía Edmundo.
Al santo lo interrumpe un clérigo protestante afirmando que Edmundo dice blasfemias. Este lo refuta con muy pocas palabras y con gran paciencia.
Después continúa: «Jesús, mi vida y mi gloria, alegremente te devuelvo la vida que recibí. Es una gracia tuya el que yo pueda devolverla. Yo siempre he deseado, Señor, entregarte mi vida. La pérdida de ella, por tu causa, es ganancia; el conservarla, sin Ti, es mi ruina.
Yo muero por tu amor, por nuestra Fe. Muero por sostener la autoridad de tu Vicario en la tierra, el sucesor de Pedro, cabeza verdadera de la Iglesia que Tú fundaste y estableciste. Mis pecados, Señor, fueron la causa de tu muerte. En la mía, yo sólo te deseo a Ti, que eres verdadera vida. Permíteme, Jesús, por tu misericordia, que yo me libre de estar sin Ti. La vida no sirve para nada si Tú no estás. Dame, Jesús, constancia en el último momento. No me dejes vivir un instante sin Ti; pues ya que eres la verdadera vida, yo no puedo vivir a no ser que Tú vivas en mí. Cuando pienso que te he ofendido, sufro por haber perdido la vida. Oh Vida, te he ofendido tanto. Sin embargo, con verdadero dolor me entrego a Ti. Te pido, con todo el corazón, que olvides mis pecados. Dame la oportunidad de entregarme en tus manos«.
Varias veces fue interrumpido. Pero él continúa, inconmovible. Al fin, el capitán le ordena terminar.
Últimos Momentos de San Edmundo
Edmundo obedece. Se levanta y dice: «Que se haga lo que Dios quiera». Besa la escalera y empieza a caminar con valor y gran firmeza. Al subir los escalones, suplica a los católicos que unan sus oraciones para que él pueda tener la gracia necesaria en el último momento. Mr. Leigh, clérigo y juez de paz, le dice que no hay católicos presentes, pero que él dirá las oraciones. Edmundo le contesta: «Señor, no busco sus plegarias y tampoco debo rezar con Ud. Yo no puedo participar con su fe. Si es verdad, como Ud. dice, que aquí no hay católicos, yo deseo morir muchas muertes para que todos lo sean«.
Terminado este diálogo, Edmundo reza por Inglaterra y por el rey. Perdona a sus perseguidores y, humildemente, les pide perdón por si en algo los hubiere ofendido.
Último Intento de Persuación
Entonces el verdugo le pone la soga al cuello. Edmundo está preparado. Sin embargo, en ese supremo momento, Mr. Leigh, clérigo y juez, se atreve a decir: «Le suplico, señor. Acepte la merced del rey. Preste el juramento de supremacía. Buen señor, acepte su vida. Yo deseo que Ud. viva. Aquí ha venido un emisario de parte del Rey, que ha venido para ofrecer este favor. Ud. puede vivir, señor, si acepta la religión protestante«.
Edmundo suavemente mueve su cabeza. Con firmeza responde: «Oh señor, estoy muy lejos de todo eso. Por favor, no continúe. Soy un moribundo. Yo no haré lo que Ud. me propone, en ningún caso y bajo ninguna condición. Llegará un día en el que, lejos de arrepentirse por el retorno a la Iglesia católica, Uds. se sentirán felices de haber ganado la paz».
Entonces, una turba de clérigos anglicanos que se encontraba allí comenzó a gritar: «Basta. No más sermones. Terminen con él».
Edmundo se recoge un instante. Cierra los ojos, sus labios pronuncian el nombre de Jesús. Retiran la escalera, y Edmundo queda suspendido en el aire.
Toda la sentencia que el juez le había sentenciado al santo, sucedió tal como lo pidió.
Legado de San Edmundo Arrowsmith
La veneración a San Edmundo Arrowsmith creció con el tiempo. Su memoria fue mantenida viva por aquellos que admiraban su sacrificio y dedicación a pesar de las dificultades. En 1970, junto con otros cuarenta mártires ingleses y galeses, fue beatificado por el Papa Pablo VI como parte del grupo conocido como los «Mártires de Douai». Luego, en 1970, San Edmundo Arrowsmith fue canonizado por el Papa Pablo VI junto con otros Cuarenta Mártires de Inglaterra y Gales.
Hoy en día, San Edmundo Arrowsmith es venerado como un santo y mártir que defendió su fe católica en un tiempo de adversidad. Su ejemplo de valentía y devoción continúa inspirando a los creyentes a permanecer fieles a sus convicciones incluso en situaciones difíciles.
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